jueves, 1 de noviembre de 2012

El vínculo familia y escuela



por Di Sanza, Silvia · 2 Comentarios 
Vivimos tiempos de transformación; las formas que alcanzaron las instituciones ya no dan respuesta a las nuevas demandas que se nos plantean. Parafraseando a un autor moderno podemos decir que hoy el individuo reside insatisfecho en ellas.

La ampliación del horizonte de nuestro mundo trajo nuevos interrogantes, nuevas exigencias y desafíos, y también perplejidades e incertidumbres. Nadie elige la época que le toca vivir, pero sí elige el modo de vivirla. Desde actitudes nostálgicas se nos induce a anclar en formas que fueron exitosas en el pasado, cuando “la familia era familia” y la “escuela, escuela”, por mencionar sólo aquellas que nos interesan aquí, porque también junto a las demás instituciones, éstas parecieran haber pasado por un momento de plenitud, respecto del cual ahora estamos en decadencia. Me pregunto, ¿cómo pensar en un proyecto, o en el destino futuro de las instituciones, dándole la espalda al porvenir por mirar sólo hacia el pasado?

Otra actitud es la dramática, que declara cerrado todo porvenir, y se instala en un discurso desesperanzado advirtiendo acerca de los demonios que acechan desde el presente pregonando la resignación impotente o la desesperación inútil. Me pregunto, ¿qué sentido tiene esta prédica de fines si no se hace de ellos una chance, una oportunidad?

Los parámetros sociales, culturales y económicos desde donde se educaron las generaciones anteriores se han modificado. De ahí, la redefinición que requieren hoy las instituciones.

La escuela debe transformarse, decimos, en su estructura, organización, en sus formas de plantear el proceso enseñanza-aprendizaje, y debe adaptarse a los tiempos que corren; y esto lo señalamos como una certeza. Pero, ¿decimos lo mismo de la familia? ¿Creemos que debe transformarse o consideramos que debe resistir los embates de la época sin modificarse? ¿Pensamos en una única familia modelo respecto de la cual las demás son consideradas como formas desviadas? ¿Estamos en condición de repensar la familia tanto como estamos convencidos de que hay que repensar la escuela?

En ambas instituciones están en juego niños y jóvenes, es decir aquellos para quienes el futuro es su posibilidad. ¿Desde qué actitud padres y educadores contribuimos con ese futuro?

De ninguna manera coincidimos con quienes proponen la disolución de las instituciones, sino que, más bien, sostenemos la necesidad de su resignificación más profunda. Las instituciones son las formas en las que nuestra libertad se realiza y a través de las cuales construye el mundo. Constituyen el modo que tenemos de existir unos con otros, para satisfacer necesidades y alcanzar nuestros fines, y, por ello, son la mediación necesaria de la convivencia humana.

Creemos que no podemos prescindir ni de la familia ni de la escuela, pero sostenemos que estamos llamados a volver nuestra mirada sobre ellas pensándolas en este nuevo contexto que nos dispone la época, a la vez que atendemos a la insatisfacción que nos generan. Serán lo que nos animemos a hacer de ellas. Por eso no basta con predicar sus bondades, ni con señalar sus miserias, necesitamos un equilibrio en la mirada para que aquello que pensemos, digamos o hagamos, llegue a ser efectivo y verdadero.

Por lo que hoy estamos pudiendo ver, pensar la familia y la escuela como instituciones responsables implica replantear sus fines y su interacción.

Los fines de la familia y la escuela

Reflexionar acerca de los fines es poner la cuestión en una dimensión teleológica. El fin entendido como la meta a la que se tiende, meta que encierra en sí la perfección de la acción, porque constituye lo que da sentido a esa acción; y es desde donde nos podemos plantear la importancia de la familia y de la escuela; o bien, dicho de otra manera, los por qué de la familia y de la escuela.

El amor es el fundamento desde el cual se edifica la vida familiar. Los esposos tienen como tarea la subsistencia de la familia, el cuidado de los hijos, así como también la responsabilidad del aprendizaje de las formas de comportamiento, los hábitos, las creencias y normas que hacen posible la vida social. Su fin es formar personas íntegras, para que puedan subsistir por sí mismas y diseñar su propia vida. La familia constituye el ámbito necesario para que esto sea posible. Pero la realidad nos muestra que también resulta ser un ámbito de violencia física y psíquica, de abandono afectivo, de inhibición de capacidades. No estamos pensando solamente en las agresiones cotidianas, sino más bien en todas aquellas formas de violencia que resultan indignas e intolerables para un ser humano. Y esto no ocurre solamente en las familias socialmente marginadas; ocurre también, y en gran medida, en las “mejores familias”. Podemos afirmar que ha sucedido en todas las épocas, aun en aquellas que algunos añoran porque los roles estaban claramente repartidos y la autoridad era indiscutible. Pero bien sabemos que, establecida la ley, se multiplicaban las trampas.

Cada chico, cada joven, lleva al aula el estigma del ambiente familiar en el que está creciendo, y lo pone de manifiesto en múltiples aspectos de su conducta, en la satisfacción o insatisfacción que transmite, en la valoración de sí mismo y de los otros, en la actitud ante el trabajo, en la capacidad para soportar límites y frustraciones, y muchas veces en la posibilidad de aprender, por mencionar sólo algunos. Y esto es así por más empeño que los adultos pongan en disimularlo.

En este punto tenemos que ser muy cuidadosos. Cuando decimos familia, ¿qué decimos? Porque la familia hoy ha adquirido estructuras muy diversas. Hablamos de la familia constituida por el matrimonio y sus hijos, pero también hay familias ensambladas, madres solteras que viven con sus hijos, chicos que crecen con abuelos, tíos o figuras sustitutas, donde tenemos que admitir que el espectro se nos ha ampliado. ¿Cómo evaluamos esta diversidad? ¿Como desviaciones de un modelo de familia bien constituida? ¿Como formas alternativas de lograr el fin que es el sostenimiento del otro y la ayuda a su crecimiento y a la formación de la persona libre en un clima de amor?

Porque si bien es cierto que los hijos de padres separados sufren la ruptura de su núcleo, también es cierto que sufren los hijos de padres que conviven sin amor, en la agresión permanente o en la constante desvalorización de unos respecto de otros. El momento que vivimos nos enseña que no podemos creer que la estructura es el todo, ni que ésta es la garantía de la salud y la felicidad de sus integrantes.

Entonces, ¿qué queremos decir cuando afirmamos que defendemos a la familia. ¿A qué nos referimos? ¿A la estructura o a la comunidad de quienes se hacen cargo de amar, cuidar y educar? Defender a la familia no es entablar una cruzada contra las nuevas formas de organización familiar, sino, más bien, hacernos cargo de esta diversidad y hablar para todos. En este sentido creemos que se trata de ampliar la mirada para ver más y educar mejor. No estamos queriendo nivelar las situaciones sino, más bien, poner de manifiesto toda la diversidad y la problematicidad que afecta hoy a la familia.

Estamos diciendo que no basta con afirmar que la familia es la célula primordial de la sociedad, que lo es; o con predicar las bondades del matrimonio indisoluble, que las tiene; sino que también es sabio saber ver que junto a la importancia de la familia y a la indisolubilidad del matrimonio, hay que colocar la raigalidad del amor que los justifica y la responsabilidad de la paternidad. Sin esto nos quedamos con meras formas vacías de contenido; y defender la familia no es una cuestión formal. Por eso es de suma importancia poder ver lo que hoy viven hombres y mujeres, sus intentos por ayudar a crecer a niños y jóvenes, sus aciertos y sus dificultades.

La escuela, por su parte, es la comunidad que tiene por finalidad enseñar y continuar la labor socializadora que comenzó en la familia.

Son conocidos los resultados poco tranquilizadores de las evaluaciones, que desde el Ministerio de Educación se efectúan. También la prensa se ha hecho eco de la pobreza de conocimientos con que los alumnos egresan de la escuela. Quienes reciben a los estudiantes en los cursos de ingreso de las universidades señalan que no sólo carecen de conocimientos de historia, geografía o ciencias, sino que tampoco saber redactar, ni interpretar lo que leen, ni confeccionar un informe de investigación. Los alumnos no aprenden, la escuela no cumple con su fin básico que es enseñar.

Muchas son las exigencias que recaen hoy sobre ella. Se le pide que brinde alfabetización universal, esto es, enseñanza de ciencia, tecnología, idiomas; que enseñe a trabajar en equipo, porque esta es cada vez más la forma de la organización laboral; que forme el carácter para hacer frente a situaciones de presión, a la toma de decisiones de alto riesgo; que despierte el deseo de saber y forme en la disciplina del esfuerzo, que enseñe los procedimientos necesarios para que el sujeto pueda seguir formándose, porque aprendió a aprender; que forme la actitud ética para saber valorar, evaluar y decidir.

Pero junto a estas demandas, y no es menos importante, está también la formación del ciudadano para la vida democrática, el equilibrio psicofísico, la formación artística y expresiva.

Que la escuela enseñe significa que atienda a todas estas dimensiones, integrándolas para lograr que los jóvenes estén en condiciones de encarar estudios superiores, como así también, su vida personal, social, profesional y laboral.

Tarea por demás compleja, ya que no se trata sólo de formar el intelecto, como se hacía antes, cuando decíamos que la escuela enseñaba; pero tampoco se trata de desatender la formación intelectual por atender a los vínculos, a los afectos, lo cual generó una escuela convocante en algunos casos, entretenida en otros, lugar donde hacer amigos, pero que nada tiene que ver con el conocimiento. Situación ésta que nos llevó a afirmar con certeza: ahora la escuela no enseña.

Diagnóstico de una realidad que, sin embargo, no deja de presentar contradicciones. Contradicciones que se expresan en la valoración que se hace de una escuela, poniendo el acento en los vínculos que genera, en los afectos, en lo agradable o desagradable. También en la valoración que se hace de los docentes cuando importa que sea buena persona, padre de muchos hijos, de piedad comprobada, e interesa menos su formación profesional, su trayectoria laboral, su capacidad intelectual, su producción académica, la creatividad de sus proyectos, sus inquietudes como docente. Y no porque se deba optar maniqueamente, pero sí elegir la perspectiva adecuada desde donde mirar.

Dicha perspectiva la da la finalidad. Si el fin de la escuela es enseñar, debe hacerlo. Y hoy, enseñar es una compleja tarea de integración de competencias. Todo esto exige a los docentes preparación profesional, trabajo en equipo, tiempo y organización del trabajo; exigencias que, por cierto, vienen reñidas con las condiciones actuales en que debe ejercerse la docencia entre nosotros.

Para poder dar respuesta a las exigencias que recaen sobre ella, la escuela está transformando sus formas de organización y de gestión, buscando un modelo más democrático de participación, formas de ejercicio del poder más distributivas y descentralizadas. Las dificultades para esta transformación no son pocas y recién estamos en el comienzo. Requiere de la comunidad educativa pensar nuevos modos de inserción institucional, de docentes y directivos que trabajen no ya desde el secreto del aula o el escritorio, sino más bien a puertas abiertas y en intercambio constante de ideas e iniciativas con todos sus miembros.

También requiere de interacción interinstitucional; esto significa una escuela vinculada a instituciones que cumplen con otros fines: económicos, expresivo-creativos, recreativos; así como también con otras escuelas o institutos educativos y, por cierto, con la familia, ante quien es directamente responsable por su trabajo.

Interacción familia y escuela

Si hablamos de interacción hablamos de un vínculo recíproco, no necesariamente simétrico pero sí que constituye una mutua estimulación a la acción.

La redefinición de las formas de organización por las que ambas se experimentan requeridas, exige a su vez construir nuevas maneras de interacción entre una y otra. Los chicos y los jóvenes constituyen el interés que las vincula.

Sabemos que en este momento ambas se experimentan enfrentadas y la interacción todavía no encuentra espacio de concreción. Los padres acuden a la escuela para exigir, plantear quejas, controlar, lo cual podemos decir que constituye buena parte de su responsabilidad, aunque no la única. La escuela señala la despreocupación de los padres respecto del proceso de aprendizaje de sus hijos, reclama ayuda por parte de ellos. Los padres advierten acerca de los problemas económicos o laborales o los propios de la convivencia familiar como para ocuparse también de las cosas de las que debe ocuparse la escuela. La escuela, por su parte, señala que no puede hacerse cargo de lo que es privativo de la familia. Reclamos mutuos se entrecruzan, generando confusión y disconformidad de los unos para con los otros.

Dado este clima de insatisfacción, es importante el conocimiento de los procesos de transformación que viven ambas. Las exigencias que recaen sobre cada una requieren la búsqueda de un lenguaje que permita la comunicación, superador de la queja y constructor del vínculo.

Docentes y directivos saben acerca de los cambios que se han ido produciendo en la vida familiar, pero no siempre les resulta claro qué hacer o cómo hablar para que todos se experimenten reconocidos y respetados en su diferencia.

 Si ahora planteamos la cuestión de la interacción desde la familia, nos puede ayudar preguntarnos: ¿de quién es la escuela? ¿Es de los alumnos?, ¿de los padres?, ¿de los docentes? Si es que resulta posible una opción tal.

Los padres son los que proyectan la familia, y van corrigiendo ese proyecto con la llegada de los hijos y junto con ellos, dado que, la familia, se define por la privacidad de su ámbito y de sus acciones. En cambio, la escuela es un espacio público; entonces, ¿quiénes son los protagonistas de su proyecto institucional?

Hoy vemos escuelas que trabajan para los padres, para mostrarles sus resultados a través de ferias de ciencias, concursos, estadísticas. Están muy preocupadas por elmarketing ya que, si los padres están satisfechos, entonces se retiene al cliente. El aprendizaje pasa a un segundo lugar, porque el fin es la empresa. El problema no reside aquí en que la escuela muestre sus resultados, ya que esto es algo necesario e importante. La cuestión es el fin con que lo hace: si es en función del aprendizaje o en función de su propio marketing. Porque según cuál sea el fin variará el proceso de enseñanza-aprendizaje.

También vemos escuelas centradas en los docentes, donde la preocupación principal radica en los problemas propios del ejercicio de la profesión, de las condiciones de trabajo y del currículum. Aquí se evita la participación tanto de los padres como de los alumnos, ya que éstos plantean necesidades y expectativas que pondrían en cuestión conductas y decisiones. Es la escuela centrada en el sindicalismo docente.

En otras escuelas el bienestar del alumno, su sentimiento de agrado o desagrado, la atención a su problemática personal constituye la norma. No interesa tanto si aprende cuanto si está a gusto en la institución. Son frecuentes las actitudes psicologistas que eximen al alumno de cualquier exigencia en el aprendizaje. Afirmamos la relevancia que tiene la incorporación de la psicología a la educación, y lo importante que resulta la atención personalizada del alumno, pero esto no nos puede conducir a transformar la escuela en un ámbito terapéutico.
Desde algunas teorías economicistas se tiende hoy a ver la escuela como una empresa que vende un servicio y a los padres como clientes que pagan por él. Los directivos discuten acerca de quién es el cliente, si el padre que paga o el alumno que recibe directamente el servicio. Lo cierto es que el modelo de institución que se elige determina la interacción familia-escuela, porque al elegir una escuela se elige un proyecto. Este podrá tener la forma de empresa, corporación, club, centro terapéutico o comunidad educativa. En esa elección se define también el lugar de los padres y de los hijos, su compromiso y su participación. Compromiso que puede ir desde “pago la cuota y exijo”, o “dejo al chico en la escuela y que ellos se ocupen”, o bien, “propongo ideas, asisto a encuentros, ofrezco mis servicios”.

Sostenemos que principalmente la escuela es una comunidad cuyo fin es enseñar centrada en el conocimiento. Para esto la participación de padres, alumnos y docentes es indispensable. Sabemos que las dificultades son muchas, principalmente el tiempo que los padres tienen para dedicarle a la escuela. Pero también es cierto que la responsabilidad de la familia de darle escolaridad a los hijos no se cumple sólo pagando una cuota, desentendiéndose de lo que ocurre con ellos en la escuela.

Necesitamos instituciones responsables de sus decisiones, de sus logros y fracasos, donde la responsabilidad depende de los fines propios de cada una, y de las acciones que se realizan para alcanzar esos fines. Por ello, no podemos pedirle a la escuela lo que es privativo de la familia, ni tampoco pedirle a la familia lo que es privativo de la escuela.

A esta altura ya podemos afirmar que el problema del vínculo familia y escuela es un problema ético. Porque la transformación del horizonte histórico que estamos viviendo, no es sólo económica o política o social; es, y en un sentido muy profundo, transformación de nuestro modo de habitar el mundo, de nuestros vínculos. Las instituciones constituyen conjuntos normativos que reglan la convivencia; complejos sistemas que se edifican sobre la base de pautas de comportamiento aceptadas, normas y valores admitidos como propios de una cultura y de una historia. La familia y la escuela no escapan a este proceso y aquí radica la necesidad de su redefinición más profunda. Y podremos decir también desde aquí cuál es el punto de partida desde donde plantear su interacción.

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